Cómo se pela un huevo
por Carlos Vázquez Cruz
1
Un huevo hervido es el primer desayuno que recuerdo.
Antes de que la luz llegara a mis ojos, la música entraba a los oídos. En casa, la radio servía para sintonizar sólo tres estaciones: la emisora católica durante la madrugada, a través de la cual la gente alababa por nosotros, rezaba por nosotros, rogaba por nosotros; la salsera durante el día, con la que realizábamos faenas a son de hombros, torso y cadera, y la de boleros dominicales, que recesaba de diez a una para transmitir en directo desde el hipódromo. El indicador rojo en la pantalla radial oscilaba entre ellas según el momento, las demandas del alma y el jinete favorito. A las cinco de la mañana, nos espantaba el sueño un estribillo: al amanecer, Dios está conmigo; al amanecer, Él conmigo está, reciclado a lo loco por un coro para asegurar que la isla entera sacudiera su modorra.
Aquella madrugada, algo me presionaba la cara. Quedé de ojos cerrados y oídos abiertos. Ningún cántico anunciaba la hora. La claridad no se filtraba por las pestañas para decir que el sol ya trabajaba. Tenía que ser de noche, y siendo como es la oscuridad, podía tratarse de demonios que intentaban poseerme. Por el barrio bullían historias de personas a quienes los fantasmas les halaban las patas para llevárselas. “Si te llaman y no conoces la voz, no contestes”, me instruyeron, “puede ser el Diablo”.
Tieso y tibio, familiar y violento. Lo acompañaba un enjambre de dedos enredados en mi pelo. Me agarraron la cabeza y me estrujaron, contra el báculo carnal, la boca sucia. Me sobaban el cuello, aplastaban las orejas, las soltaban. El silencio zumbaba el rumor de dos cosas: la noche y su abandono. Olor a tierra y vello en las narices. Sabor a hierro en la lengua. El llanto se empozaba en las comisuras de mis labios. Mi lomo flaco de once años se arqueó para disparar la flecha de su náusea, pero aquello se adelantó. De un halón, una garra me echó hacia atrás. Un chorro cálido de vetas amargas me abofeteó la frente, las cejas, la barbilla. Se mezcló con lágrima y saliva cuando inyectó mi garganta.
Mis tímpanos captaron roces: tela sobre piel, bragueta/botón, cuero contra hebilla, metal contra metal, correa contra pasacinto. Un par de suelas enmudecía a la distancia. Una voz se acompañó dos veces con mi nombre. No contesté. Sabía que era el Diablo.
Un clic se activó en la cocina. El grupo de cantores religiosos trataba de convencerme de que, al amanecer, Dios estaba conmigo.
—Dios se puede largar al mismísimo infierno —mascullé; me embollé en la colcha para anestesiarme entre las pestes del rostro y el mal aliento, soñando con dormir quince minutos más.
2
Como muestra de respeto a la orden divina de nombrar todas las cosas, a mi papá se le ocurrió bautizar a su auto “El Quemahuevo”: un Dodge Charger de 1979 color mostaza con capota negra que compensaba con estruendo su falta de velocidad. Siempre creí que, a pie, yo hubiese barrido el piso con el carro en cualquier jalda. Era un vehículo de cuarta o quinta mano, de los que mi padre se empecinaba en comprar, con más desperfectos que virtudes, útiles para practicar el talento natural que, para la mecánica, él decía tener: talento que nos legó un cementerio automotriz en el patio que nadie en el hogar quería como herencia.
El Día de los Padres, papi agarró una toalla, se la echó al hombro y enfiló hacia el solar: allí donde El Quemahuevo veía su estacionamiento y presentía su muerte. Pensé: “¿Toalla y carro? Este va pa la playa”, y se me trababan las piernas de contentura por alcanzarlo.
—¡Felicidades, pai!—celebré con una euforia fingida que el agite de la carrera vendía como verdad —. ¿Pa onde vas?
—A ti mismo te estaba buscando—indicó sonriente—. Móntate. Voy a pagarle a Nito unos chavos que le debo.
No hizo más que terminar la oración, y yo estaba abrochándome el cinturón de seguridad.
—¿Cuánto le debes, pai?—proseguí para buscar algún tema de conversación que lo distrajera de arrepentirse.
—Cincuenta pesos.
—Ea, Diablo. Qué mucho. ¿Por qué tanto?
—No es tanto, mijo. Es que tenía que completar pa unas cosas de la casa. Lo que pasa es que, si no le pago, como es prestamista, aumentan los intereses.
Para entonces, aunque oí con atención, no entendía bien lo que aquello significaba, pero no necesitaba medio dedo de frente para interpretar que, de no pagar a tiempo, se fastidiaría. Por eso, lo dejé tranquilo. Continué absorto en el camino que pasaba ante mí a cámara lenta mientras el auto despotricaba sus caballos de fuerza.
Una vez en casa de su amigo, papi salió del carro, cruzó por el frente para entrar por mi lado. “Qué mierda. Me quitó la ventanilla”, protesté entre sienes. Sin embargo, me controlé para no meter la pata y garantizar viajes posteriores.
—Guía tú, Nito, pa que cuando lleguemos le enseñes al nene—desabroché el cinturón y me afinqué en el centro.
El tipo se montó. Blanco con ojos achinados. Tenía descuido en la barba. Apestaba a sudor, como cuando uno jugaba y sabía que hallaría en el cuello cuatro líneas de tierra en cuanto se viera al espejo. Alguien le había sembrado matojos en los sobacos. Afloraban sobre la camisilla gris con orgullo semejante al que una maleza de rizos le pronunciaba en el pecho.
A Nito le colgaba una verruga de la oreja derecha. Quedé abstraído en sus detalles. Papi me espetó un codazo que me recordó un refrán que siempre le habitaba la boca: “El hombre de verdad es callado y discreto. A los chotas los matan en la cárcel”. Desde que tengo uso de razón, ha sido deber y obligación para mí, como hombre que soy, ya que lo soy, serlo “de verdad”.
Cuando arribamos a la cumbre solitaria de un monte en donde solo la calle estrecha testificaba a favor del progreso, Nito se preparó para enseñarme a conducir. Estacionó el auto, se apoyó contra el espaldar, se levantó de pelvis, desabrochó la correa, se bajó el pantalón. Enseñó una monstruosidad que, según advertían los cantazos del corazón, me iba a herir con fuerzas de caballo.
Traté de escapar por el otro lado, pero ya papi había puesto una mano sobre el elástico ceñido a mi cintura, aprovechó mi reflejo y, de un halón, lo deslizó casi hasta las rodillas. Yo me llevé las manos a los ojos para no creer. Subí los hombros, abrí la boca…
—Te callas que son cincuenta pesos—me dijo—. Los hombres no lloran, y tú eres bien machito, ¿verdad? ⎯preguntó con tono que exigía respuesta.
—Sí—contestaba mi miedo ahorcado del galillo.
—¡Duro, puñeta! —enfatizó.
—Sí —respondió con igual intensidad una voz que me abandonaba.
—Toma —me hundió la cara en la toalla, a la que me aferré con ambas manos y con todos los dientes⎯. Así se hace, mijo ⎯añadió mientras me acariciaba.
Yo me sentí raramente feliz porque papi casi nunca hacía saber que me quería.
3
De viernes a domingo, él desaparecía. Pertenecía a una agrupación de electricistas, plomeros y conserjes que pellizcaban guitarras, despeinaban güiros, despojaban maracas, en bares polvorientos repartidos por la isla: sitios malolientes, malhadados, maléficos, cuya audiencia consistía en un fracatán de borrachos para quienes un peo y la Misa en si menor eran sinónimos.
Mi padre se impuso en casa un jueves. Decidió que quince años me capacitaban para ir de juerga. Él me mantendría cercano a la tarima. De tanto en tanto, yo sorprendería al público con una pieza. Con mi juventud y la ayuda de Dios, algún cazatalentos los liberaría de la pobreza con el contrato millonario que sus amigos y él esperaban desde 1955. En la memoria, he bautizado este recuerdo como la noche de los quinientos años.
Sábado. Luna nueva. En vano intenté localizar luces en el cielo.
—Al parecer, hoy todas las estrellas… eran fugaces—comenté.
A mi edad, en aquel lugar, a aquella hora, padecía la mayor catástrofe: el aburrimiento. Cabeceaba al son de pésimas imitaciones del Cuarteto Marcano, de la Sonora Matancera. Aberraciones similares amplificadas por el cucarachero vibrante de dos bocinas.
Un maracazo me aterrizó en el casco y quedé como si fueran las dos de la tarde.
—Vete a la guagua y duerme—ordenó mi papá—. Todavía nos falta un set.
Receso. El conjunto se reunía junto con varias doñas maltrechas de rostros garabateados. Las tasé. Me fijé en él: canas de mala vida, tambaleo cervecero, la cintura del mahón. Aquella “cintura” estaba marcada por una correa que cifraba esperanzas en el primer orificio. La “correa” era un anillo ancho que rodeaba, desde el norte trasero hasta el sur delantero, el saturno de su barriga. Papi: un viejo más implorando, al ritmo de Mayarí, que su cabellera no estuviera blanca. Lo vi internado en su asilo de ancianas/pasiones. Me retiré al autobús de los músicos a soñar con los angelitos.
La portezuela se deslizó con timidez. Me despertó el anuncio de una pisada. Sentí tacto persistente y me moví un poco. El pianista comenzó a tocar.
—Bebé—se trepó, delatado por su peso y la barba alfilereándome la nuca.
—Ujum—soltó mi cara soñolienta contra el sillón.
Sacudido en mí, me lo sacudí de encima. Salida.
Entrada. El guitarrista y su instrumento.
—Baby—expresó la nicotina en el esmalte de sus dientes.
—Ujum— exhalé aguantando la respiración.
El vehículo se mecía. Se estremecía. En intervalos, cada cual tocaba un bolero a su Bebé en la furgoneta abierta. Bebían, fumaban, olían y meaban. Se reían de cómo el otro hacía lo que hacía por donde lo hacía. Nueve voces susurraron la misma melodía detrás de mi cerebro. Mi papá llevaba la voz cantante.
Ebriedad y humo hasta en el pelo. Baba, sangre, polvo, mierda entre las nalgas. Papi me tomó del brazo con mucha gentileza. Me apeó de la guagua. Me lavó con agua de un galón. Me entregó una toalla lo más bonita con diseños playeros. Me condujo de nuevo al asiento. La portezuela se deslizó callada, discreta, como los hombres de verdad. La guagua tenía que ser masculina.
Calculé la edad de aquel conjunto para dormirme. Me cayeron cinco siglos encima.
Regresamos a casa domingo por la tarde. A la mesa, dinero y arroz con revoltillo. Yo comía; él contaba. La exaltación le columpiaba los labios. Comentó radiante que la semana siguiente daría un concierto en grande.
La situación mejoró. Una máquina de videojuegos se parasitó al televisor. Con el tiempo, sustituyó a Radio Oro, la emisora divina, y demás estaciones inútiles. La bicicleta de moda correteó por el solar: allí donde El Quemahuevo yacía junto a sus ancestros con un árbol brotando a un lado del motor. Hubo clases de solfeo y canto con las que, a costillas mías, la cofradía de patriarcas planificaba la fama. Sus arcas financieras se alimentaron con actividades privadas. El Club de Leones, los Caballeros de Colón y la Logia Masónica, cantaban a viva voz Si hubieras visto a Bebé / con la música por dentro, pero mi padre y sus compinches fueron electricistas, plomeros y conserjes, hasta muerte.
El grupo se encogió: a quinteto, a cuarteto, a trío, a dúo, hasta que Nito probó suerte en las lechoneras como “el hombre orquesta”, pendiente de que el cazatalentos lo acorralara en el estacionamiento de El Rancho de los Trovadores. Falleció hace dos años, a los setenta y siete, amparado por la limosna estatal.
Yo los abandoné cuando papi pasó a mejor vida. Aquel día memorable, me arrimé al féretro, le besé los pies y lo bendije. Me dio lo mejor que pudo.
Este relato fue publicado en Malacostumbrismo
(Erizo Editorial, 2012).
How to Peel an Egg
translated by Rachel Whalen
1
A boiled egg is the first breakfast I remember.
Before the light reached my eyes, the music would enter my ears. At home, the radio tuned into only three stations: the Catholic station during the morning, in which people worshiped for us, prayed for us, begged for us; la salsera during the day, to which we moved our shoulders, torsos and hips; and the Sunday boleros, which recessed from 10 to 1 to broadcast live from the racetrack. The red needle in the radio dial oscillated between them according to the moment, the demands of the soul, and the favored jockey. At 5am, a refrain scattered our dreams: At daybreak, God is with me; at daybreak, He is here, repeated ad nauseum by a chorus that made sure to shirk the entire island of its drowsiness.
That morning, something was pressing on my face. I kept my eyes closed and ears open. There was no prayer to announce the hour. The light didn’t trickle through my eyelashes to tell me that the sun was already at work. It had to be nighttime, and seeing that it was dark, it was possible that demons were trying to possess me. The neighborhood was abuzz with stories of people whom the ghosts had hauled away. “If someone calls you and you don’t know the voice, don’t answer,” they’d instructed me. “It could be the devil.”
Stiff and warm, familiar and violent. Then, a swarm of fingers tangled in my hair. They grabbed my head and pressed my dirty mouth against a penis bone. They squeezed my neck, squashed my ears, and then let go. The silence that followed hummed with the buzz of two things: the night and its abandon. Smell of the earth and hair in my nose. Taste of iron in my mouth. A sob pitched itself into the corners of my lips. My scrawny 11-year-old back arched to shake off a pang of nausea that came and went. With a yank, a claw pulled me back. A warm stream of bitter streaks smacked my forehead, eyebrows, chin. It mixed with tears and saliva when it shot into my throat.
My eardrums caught scraps: fabric on skin, zippers/buttons, leather against buckles, metal against metal, strap against belt loop. A pair of leather shoes fell silent in the distance. A voice bellowed my name two times. I didn’t answer. I knew it was the Devil.
A click sounded in the kitchen. The singers tried to convince me that, at daybreak, God was with me.
“God can go to hell,” I muttered. Pressing into the bed to numb myself from the stink of my face and my bad breath, I dreamed for fifteen minutes more.
2
In accordance with the divine ordinance to name all things, it occured to my father to baptize his car “The Rotten Egg”: a mustard-yellow 1979 Dodge Charger with a black hood, its engine loudly compensated for what it lacked in speed. I always thought that, on foot, I could have left the car in the dust on any given incline. It was a fourth- or fifth-hand vehicle, the kind that my father insisted on buying. With more imperfections than virtues, it was useful for practicing the natural mechanical talent that he claimed to have: a talent that bequeathed us a cemetery of car parts in the patio that no one in the house wanted to inherit.
On Father’s Day, Dad got a hold of a towel, threw it over his shoulder, and turned towards the driveway: that was where the Rotten Egg was parked and would die. I thought, “Towel and car? He’s going to the beach,” and my legs buckled with determination.
“Hey there, Dad!” I said with fake joy, but my voice wavered and betrayed my purpose. “Where are you going?”
“I was just looking for you,” he said, smiling. “Get in. I’m going to pay Nito some change that I owe him.”
He didn’t need to finish the sentence; I was already putting on my seatbelt.
“How much do you owe him, Dad?” I was in search of a conversation topic that would distract him from changing his mind.
“Fifty dollars.”
“Oh, Jesus — that’s a lot. Why so much?”
“It’s not a lot, kiddo. It’s just that I needed it to finish a few things at home. And what happens is that, if I don’t pay him, since he is a moneylender, it’ll accrue interest.”
At that point, though I listened closely, I didn’t quite know what that meant — but I didn’t need half a brain to understand that not paying on time would piss him off. So I stayed quiet. I remained absorbed in the road that passed before me in slow motion as the car’s engine raged on.
Once at his friend’s house, Dad got out of the car, crossed in front, and got back in on my side. “What the fuck, he took my window seat,” I protested in my head. But I controlled myself so as not to put my foot in my mouth. I didn’t want to screw myself out of future trips.
“You drive, Nito, so that when we arrive you can teach the kid.” I unfastened my seatbelt and settled in between them.
The guy got in. White with slanted eyes. He had a careless scruff. He stunk of sweat, like when you come in from the sportsfield and discover, upon looking in a mirror, four lines of dirt in your neck. Someone had planted weeds in his armpits. They bloomed about the gray shirt with pride, and they matched the thicket of curls bursting at his chest.
A wart hung from Nito’s right ear. I was absorbed in his details. Dad nudged me with an elbow, which reminded me of a refrain that always lingered in his mouth: “The truthful man is quiet and discreet. The smart asses are killed in jail.” For as long as I can remember, it has been an obligation for me, as the man that I am, that I already am, to be “truthful.”
When we arrived at the peak of the lone mountain and only the narrow road testified to our progress, Nito got ready to teach me how to drive. He parked the car, leaned up against the backrest, lifted his pelvis, unbuckled his belt, lowered his pants.
I tried to escape from the other side, but Dad had already put a hand around the elastic band of my pants, took advantage of my pause, and, with a yank, dropped them almost to my knees. I put my hands over my eyes in disbelief. I raised my shoulders, opened my mouth….
“Shut up, it’s fifty dollars,” he said. “Men don’t cry, and you’re a good little man, right?” he asked in a tone that demanded an answer.
“Yes,” replied the fear that hung in my throat.
“Louder, damn it!” Dad snapped.
“Yes,” a voice responded with the same level of intensity, a voice that had abandoned me.
“Here,” he buried my face in the towel, which I gripped with both hands and with all of my teeth. “That’s it, my son,” he added while he caressed me.
I felt oddly happy at that instant, because my father rarely told me how much he loved me.
3
From Friday to Sunday, he would disappear. He belonged to a group of electricians, plumbers, and janitors who plucked guitars, ruffled güiros, stripped maracas in dusty bars all over the island: stinking, ill-fated, evil places patronized by drunks who couldn’t tell the difference between a fart and the Mass in B minor.
One Thursday, my father was acting particularly impetuous. He’d decided that fifteen years had prepared me enough to go out. He would keep me close to the stage. From time to time, I would amaze the audiences by playing with the band. With my youth and the help of God, some talent scout would free them from poverty with the million-dollar contract that he and his friends had been waiting for since 1955. In my mind, I have baptized this memory as “the night of five hundred years.”
Saturday. New moon. In vain I tried to find lights in the sky.
“Tonight it seems like all of the stars…. were fleeting,” I said.
At my age, in that place, at that time, I had suffered the worst catastrophe: boredom. I shook my head to the awful imitations of the Marcano Quartet, of the Sonora Matancera. The atrocity was amplified by two speakers that sounded like vibrating cockroaches.
A maraca landed on my head, and I felt as if it were two in the afternoon.
“Go to the bus and sleep,” my dad commanded. “We still have one set to go.”
A break. The group gathered, along with some women who had battered faces and melted makeup. I assessed them. I observed him: dirty grey hair, drunken stagger, denim waist. That “waist” was marked by a belt that boiled all his hopes down to its first hole. The “belt” was a wide ring that surrounded, from his northern rear to his southern front, the planet of his gut. Dad: just another old man imploring, to the rhythm of Mayarí, that his hair was not white. I saw him interned in the asylum of ancient passions. I retired to the musician’s bus to dream of little angels.
The door slid shyly open. A footstep announced itself; I woke up. I felt a persistent touch and I moved a little. The pianist began to play.
“Baby,” he climbed up, betrayed by his weight, his beard pinning the back of my neck.
“Uhum,” my drowsy face leaked against the seat.
He shook into me, and I shook him off. Exit.
Enter. The guitar player and his instrument.
“Baby,” said the nicotine in the enamel of his teeth.
“Uhum,” I exhaled, holding my breath.
The vehicle swayed. It shuddered. In intervals, each one of them took a dance with their Baby in the open car. They drank, smoked, reeked and pissed. They laughed about how the other did what he did and where he did it. Nine voices whispered the same melody against my brain. My father’s voice took the lead.
Drunkenness and smoke in my hair. Spit, blood, dirt, shit between my thighs. Dad took my arm so gently. He took me out of the bus. He washed me with a gallon of water. He gave me the most beautiful towel with a beach-themed design. He led me back to the seat. The door slid quietly, discreetly, like the truthful men. Yes; the bus must have been manly.
I calculated the collective age of the band in order to sleep. Five centuries fell on top of me.
We returned to the house on Sunday afternoon. At the table, money and rice with scrambled eggs. I ate; he counted. The exaltation swung from his lips. He mentioned excitedly that next week he would give a big concert.
The situation got better. A video game console inhabited the television. With time, it replaced the Golden Radio, the divine emissary, and the other useless stations. The fashionable bicycle raced through the parking lot; there where the Rotten Egg was cast aside with its ancestors, a tree sprouted at its engine. There were music theory classes and singing lessons with which, at my expense, the brotherhood of patriarchs planned their fame. The Lions Club, the Knights of Columbus, and the Masonic Lodge rang with a lively voice: if you were to see the Baby / with the music from within. But my dad and his musicians were electricians, plumbers, and janitors for life.
The group shrunk: a quintet, a quartet, a trio, a duo, until Nito tried his luck at the lechoneras as “the one-man orchestra,” waiting for a talent scout to corner him in the parking lot of El Rancho de los Trovadores. He died two years ago, at 77, supported by government charity.
I abandoned them when my dad passed on to a better life. On that memorable day, I approached the coffin, kissed his feet, and blessed him. He had given me the best he could.
This short-story was published in Malacostumbrismo
(Erizo Editorial, 2012).